Llegamos a la casa de mi hermana, y después de disfrutar de nuestra sobrina por un día, nos dirigimos al centro de Suiza para adentrarnos a los propios Alpes Suizos.
Tenía pensado subir una de las tantas montañas de este hermoso país, y darle la sorpresa a Cecilia para que conozca la nieve. Por lo tanto estudié la meteorología, y sólo daban dos días lindos en la semana, con lo que era suficiente para hacer lo planeado.
Empecé a manejar, y al cabo de algunos minutos, las montañas nevadas ya se dejaban ver detrás de las verdes colinas de las montañas más bajas. El cielo despejado, prometía que el paisaje que veríamos en la tarde sería inmejorable.
Después de cruzar unos túneles, nos topamos con una espesa niebla, que en realidad, eran nubes, pues íbamos en ascenso. Yo me empecé a poner nervioso, pero seguimos subiendo, hasta quedar entre el cielo y las nubes.
Llegamos a Interlaken, ciudad ubicada entre dos enormes lagos de color turquesa rodeados de enormes montañas. A esta ciudad ya había ido con mis amigos, pero no habíamos subido a ninguna de ellas. Ahora, ya en pleno otoño, la nieve se veía en la cima de todas las montañas.
Almorzamos bajo el mismo árbol donde habíamos almorzado con mis amigos, y tras recorrer la ciudad, nos dirigimos hacia la ladera de una enorme montaña, para subir, por intermedio de un funicular, hasta su cima.
Cecilia ya estaba entusiasmadísima al saber que subiríamos hasta lo más alto. Y yo estaba ansioso, porque ya quería ver su cara al tocar con sus propias manos la nieve.
Dejamos el auto en el estacionamiento desde donde parte el funicular. Éste sale desde un pueblo llamado Stechelberg. Para llegar ahí, se va subiendo por un sinuoso camino. Si se bajan las ventanillas del auto, se pueden escuchar los cencerros de las vacas que aprovechan a pastar durante este mes de Noviembre, pues luego no podrán hacerlo cuando la nieve del invierno cubra toda la región.
Como les comentaba, la idea era llegar hasta la cima de la montaña, llamada Schiltorn. Pero se debían hacer cuatro paradas, y cambiar de funicular en cada una de ellas. La primera era hasta Gimmewald, la siguiente hasta Mürren, la tercera hasta Birg, y la cuarta y última, llegando a casi tres mil metros de altura, hasta Schiltorn.
En el último trayecto, la emoción de ambos, no pudo impedir que derramáramos alguna lágrima de felicidad ante semejante paisaje. Los picos nevados que veíamos desde abajo, ahora los veíamos frente a nuestras propias narices. Algún pequeño lago empezándose a congelar; cabras caminando por las rocas puntiagudas desafiando el vértigo y los precipicios; y nosotros, diminutos, inmersos en ese paisaje que hace de cada foto una postal.
Al llegar a destino, una gran terraza permitía una vista de trescientos sesenta grados. Dejando contemplar uno de los picos más altos de Europa como el Jungfrau con sus 4.158 metros de altura.
Estábamos tan cerca de la nieve, y no podíamos tocarla. El impedimento: una simple cuerda que impedía bajar de la terraza y poder caminar por la cima de la montaña.
Al igual que otros turistas, pasamos pese a la prohibición, y empezamos a caminar con cuidado por un terreno peligroso, pues la nieve congelada, hacía que las rocas estuviesen resbaladizas.
Unos metros más allá, abundante nieve le daba la bienvenida a Cecilia quien no se contuvo y salió corriendo para tocarla. Qué felicidad!
De todas formas esa nieve estaba dura, como la escarcha del freezer. Pero después encontramos nieve de esa que al soplarla se vuela. Esa sí es nieve!
Sosteniendo a Cecilia de la mano con tanta fuerza que parecía quedarme con sus dedos al soltarla, caminamos con mucho cuidado. Es que a ambos lados habían precipicios de cientos de metros de altura. Pero la emoción y excitación hacían que no viéramos el peligro con el respeto que se merece.
Nos sentamos con los pies colgando, y disfrutando de la vista, del aire fresco, y del sol, nos quedamos largo rato conversando y filosofando de la vida. Como si aún tuviéramos cosas que conocer del otro después de tantos años juntos. Los turistas se fueron, y quedamos solos con el ruido del silencio. Cuánta tranquilidad se respiraba allí, cuánta paz.
Cuando el sol dejó de darnos ese calor que impide que nuestra piel se reseque del frío, caminamos hasta la terraza, y emprendimos el regreso haciendo las mismas escalas, pero esta vez en sentido inverso. Al llegar al auto, ya había atardecido, y nos fuimos a cenar a la orilla de uno de los lagos de Interlaken. Luego de eso, nos dirigimos a un punto P para pasar la noche.
Al otro día, fuimos a Grindelwald, pues tenía intenciones de ir a ver un lago que parece un verdadero espejo del cielo, su nombre Balchpasse, se debe ir también en funicular, y después caminar un trayecto por la montaña. Lamentablemente, como ya nos encontrábamos en estación de nieve, estaba cerrado el funicular, con lo cual es imposible llegar a dicho lago.
Sin otra opción que recorrer Grindelwald, lo hicimos, y después emprendimos viaje hacia Lucerna, donde disfrutamos de sus calles, de su tradicional puente de madera que atraviesa un hermoso lago lleno de cisnes, y de un león tallado en la piedra de una colina.
Después de nuestra visita a esta ciudad, y de haber estado en el techo de los Alpes suizos, volvimos a Locarno, para disfrutar de nuestra sobrinita durante dos días más.
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