Junto a cuatro amigos, llegamos a la capital del país Atenas, tras ocho horas de viaje en el ferry que nos alejó de las islas griegas.
Se suponía que deberíamos haber llegado a las doce y cinco de la mañana, con lo que debíamos bajar corriendo, o mejor dicho volando, pues la última frecuencia del metro que nos dejaba en la esquina del hostal reservado salía del puerto a las doce y cuarto. Ya sabíamos que era casi imposible conseguirlo, pero nos atrasamos una hora, con lo que llegar al hostal vía metro, ya estaba descartado por completo.
Al llegar al puerto, ya sin apuro, dejamos que bajaran las cientos de personas que sobre poblaron el barco, cosa que nos preocupó bastante, pues sólo divisamos dos botes salvavidas, y nos imaginábamos que en caso de que se hundiera, tendríamos que ceder nuestros chalecos salvavidas a las mujeres y niños, y rezar que el agua sea lo suficientemente salada como para flotar sin esfuerzo como lo hicimos allá en el Mar Muerto.
La cosa es que llegamos al puerto, y no fue necesario ponernos a prueba de caballerosidad a la hora de una posible emergencia. Bajamos sabiendo que debíamos tomarnos un taxi. Aquí empezó toda la odisea de un Viernes de madrugada en Atenas.
Es que fui precavido, y al saber que ya estábamos viajando de manera libre, y que ya nadie nos facilitaría las cosas como cuando viajábamos en Grupo, me informé mucho de cómo llegar al hostal. Tanto que sabía que el último metro salía a las doce y cuarto, que demoraba al cabo de la novena parada veintiún minutos.
Pero no fui lo suficientemente precavido de prever que llegaríamos a la capital de un país en crisis, que hacía pocos días había pedido su segundo salvataje al Fondo Monetario Internacional. Razón por la cual todos estaban de paro, incluso los taxistas. Tras preguntar cómo hacer para trasladarnos por la ciudad a todo animal que caminara en dos patas, alguno nos informa que debíamos tomarnos el ómnibus nocturno número quinientos.
Seguimos preguntando una y otra vez cómo llegar ahora a la parada de dicho ómnibus. Nos perdimos, hasta que lo encontramos. Al llegar, había muchísima gente, me imagino la que dejamos bajar primero del ferry. Es increíble, pero el ver que muchas personas estaban en la misma situación, nos hacía sentir mejor, a pesar de que de todas formas estábamos igual que al principio.
Demoraba tanto el ómnibus, que decidimos ir a averiguar el precio de unos hoteles en frente al puerto. Fuimos corriendo, pues corríamos el riesgo de que justo en nuestra ausencia pasara el quinientos. Ninguno de los hoteles tenían disponibilidad, y volvimos resignados a la parada que quedaba a un par de cuadras. En eso, vimos el gigantesco número quinientos que nos pasa, con lo que batimos el récord de los cien metros llanos cargados con equipaje.
Logramos tomarnos el ómnibus, pero ahora se nos planteaba un nuevo desafío: dónde bajarnos. A todo esto ya eran más de las dos de la mañana, y nosotros andábamos por las calles de una ciudad en huelga.
Plaza Victoria era nuestra única referencia. Le preguntamos a un veterano que parecía ser local, y en un español particular, nos avisó cuando debíamos bajarnos. Al abrir las puertas, atropellamos a los pasajeros con nuestros bolsos, y éste veterano nos dice que el hotel quedaba del otro lado de la plaza, cosa que por los mapas que yo había visto, me parecía extraño, pero como supo ubicarnos, le hicimos caso, y cruzamos la espeluznante plaza.
Mucha gente durmiendo en ella, y nosotros preguntando por una calle de sólo una cuadra, o por un hostal de mala muerte. Por supuesto nadie nos sabía responder, y nuestra ansiedad, y nuestro nerviosismo aumentaba con el paso de los minutos, y con el paso de las caripelas que cruzábamos.
Nuestras amigas ya estaban muy nerviosas, y al divisar una estación de servicio con parking, les dije que esperaran allí junto a Guillermo, mientras yo iba a buscar el hostal. Justo viene un muchacho, y me dice que cree saber dónde es el lugar que buscábamos. Sin Confiar del todo, lo acompañé, y me llevó realmente a donde se suponía era nuestro destino unas horas antes. Obviamente en el trayecto me ofreció todo tipo de estupefacientes.
En fin, volví a buscar a mis amigos, para dormir al cabo de varias horas de viaje.
Pero no todo terminaría acá. Entro al dormitorio de tres cuchetas. Me subo a la única disponible, y al cabo de unos minutos, se empieza a mover, y empiezo a sentir algunas respiraciones de placer. Sí queridos lectores, no pude pegar un ojo hasta tanto mis compañeros de cuarto no terminaran de hacer lo que tanto estaban disfrutando.
Así, llegué a Atenas, así empezaba nuevamente el viaje de forma libre.