Después de haber salido la noche anterior (que después contaré), por la mañana temprano me levanté, desayuné, y fui a la playa que queda a dos cuadras del hotel. La playa es una cosa de locos, es amplia, arena blanca, el agua tibia con un color turquesa envidiable, y olas para barrenar y divertirse.
Iban pasando los minutos, y empezaban a llegar cada vez más compañeros. Pasamos toda la mañana en esta playa. Conversando, nadando, disfrutando de tanta felicidad y belleza.
Pensando que al igual que en Filipinas, el sol no quemara, no me puse protector solar. Es así que ahora estoy escribiendo estas líneas con todo el cuerpo encremado con crema hidratante para evitar que se me caigan los pedazos de piel.
Pasado el mediodía, mientras algunos recién bajaban a la playa, yo subía en busca de sombra y aire acondicionado. Pasé un par de horas en la habitación del hotel descansando de tanto sol y cociendo nuevas banderitas en mi querida mochila “La Abanderada”.
Por la tarde, con unos compañeros y con Carlos, el tan querido profesor acompañante, nos tomamos un tuk tuk, y nos fuimos a otra playa para ver el atardecer. Esta vez con protector solar en mis hombros, disfrutamos de esa playa y al ver la felicidad en el rostro de todos, me decía para dentro: “pucha que vale la pena estar vivo!”.
El sol empezó a caer, y el cielo comenzó a teñirse de naranja. Si bien no logramos ver el atardecer, pues justo había una montaña que impedía ver cómo el sol desaparecía bajo el agua, contemplamos el paisaje que nos regalaba la naturaleza en esta parte remota del planeta.
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